Escrito por: Némesis Mora | @nemesismora
La emergencia tuvo que ser tanta que le tocó esperar afuera. Aunque tampoco tuvo la osadía de cruza la puerta automática. Sabía que le caerían arriba y le reconocerían la cara por cada vez que anduviera la zona. No tuvo otra que sentarse a espiar justo en la entrada del hospital.
En cuarenta minutos, nunca se movió. Aunque tampoco hubo quién le insinuara tal cosa. Lo que sí hubo fue una que otra turista, en su mayoría japonesas, tirándole fotos para subirlas al story. Para el de Facebook y el de Instagram también.
Cuando al fin salieron a quienes esperaba, él era el único que andaba contento. Le tomó tiempo entender el desánimo del joven de pelo grasiento y el de la chica de cabello abultado. No soltó sonido alguno. Al rato le tiró unas miradas fugaces al bebé que nunca paró de llorar. Se escabulló un poco. Parece no estar acostumbrado.
El joven de pelo grasiento le da al bebé enfermo lo último que queda de leche en la botella y saca su patineta de la parte trasera de la mochila. La chica de cabello abultado cruza la calle con el bebé enfermo y que llora más desconsolado que horita. Él, sin muchas opciones por delante, se va con el joven de pelo grasiento. Cuando sabe que perderá de vista el cabello abultado de la chica y el coche del bebé, voltea la cabeza para espiar por dónde van.
Con la correa enganchada al cuello, se pierde, otra vez contento, siguiendo la patineta del chico de pelo grasiento. Como si soltara ese amargo esperar.
Esta es la historia de unos padres solteros y un perro.