Escrito por: Némesis Mora | @nemesismora
En la sala de espera del veterinario, un señor del color de un papel A4 y con una correa que le da la vuelta a la cintura dos veces, le lee las primeras páginas de La Vanguardia a su gato gordo y enfermo. Como ve que el felino ni se inmuta, ni maúlla, ni ronronea, mejor le resume las noticias y le regala una que otra nota al calce.
¿Estará muerto?, pienso. Pero recuerdo que es un gato y que durará hasta siete veces más que su amo enclenque. Matemática básica. Ciencia elemental.
Mientras el calor matutino comienza a levantarse de entre las calles de Barcelona, le llega el turno al hijo putativo del catalán. Antes de pasar con el veterinario, el señor vuelve a hablarle al felino un poco más discreto. Lo prepara para lo que viene: palos con poco algodón hasta el fondo de los oídos y un termómetro grueso por el culo del gatito indispuesto.
Desde la sala de espera lo escucho tirar besos, soltar cucamonas e intervenir cada vez que haga falta para darle al gato las descripciones necesarias mientras el veterinario le dispensa el medicamento. Pero el felino no se inmuta, no maúlla, no ronronea.
Antes de marcharse, el señor se sube los pantalones caqui hasta que el tiro se lo permita y se despide del personal con devoción de abuelo. El personal, que solo son dos empleados con cara de llevar en el mismo puesto desde siempre, lo acompañan hasta la puerta y le regalan un adiós como nietos a su abuelo. Desde la sala de espera, los veo alejarse bajo un sol con pinta de mediodía hasta perderlos de vista. A unas cuadras de distancia, se escucha un sonido que aliviana; el medicamento hizo su efecto.
Miaaaauuuu.