Perfiles

El Gauchito de San Telmo

Arte por: Milagros Pico | @milagros.pico

Por: Esther Armenta | @estherar_menta

Cuando siente mucho, escribe poesía. A veces la comparte en grupos de WhatsApp, como esa vez que envió un poema dedicado a Lili, amiga fallecida meses atrás. Para Roberto Nicolás Ormeño la poesía es catalizadora, pero no la única que le ayuda a interpretar la vida. También pinta. Los martes en un taller. Las artes le gustan, las busca en cualquier sitio porque cree que “todo te dice algo”. Procura visitar lugares con “alma” que le inspiren. Una mañana de mayo del 2022, Roberto está en la cafetería La Poesía, trae un libro: Peregrino de viento de Carlos Alberto. Cabellera grisácea, ancho de hombros, ceño fruncido, mirada atenta al objetivo. Antes de hablar, se pide un cortadito y se raspa la garganta. Roberto parece entrenador de boxeo, tiene la musculatura y la ropa deportiva. Por la rudeza aparente o quizá por los anillos plateados en los dedos, podría ser más un gangster, al estilo Pauli de Los Sopranos. Roberto no es ni lo uno ni lo otro. Tiene un lado b, va con calma. Habla con la tranquilidad de un atardecer en verano y observa como un “psicólogo de las cosas”. No hay dureza en las palabras que dice, pero sí profundidad. La gente lo busca por sus  consejos, él se los da. Lo hace con esa voz del norte que se revela en las “r” que suenan a una “rg” y en las “s” fantasmas que no se pronuncian al final de palabras como tres, entonces, sueños: tre, entonce, sueño. Roberto escucha lo que quieren decirle, a veces más de lo que puede procesar y vuelve a casa exhausto. El hombre  de oraciones abundantes afuera, al llegar queda en silencio. 

Roberto es vendedor de empanadas en Buenos Aires. Hace más de veinte años trabaja en la gastronomía del barrio de San Telmo. Su receta de empanadas es peculiar como él mismo. Roberto se reconoce como hombre mestizo guiado por sus ancestros, su bisabuelo chamán y el Gauchito Gil, el santo pagano al que considera el lazo “para llegar a Dios, a la virgen y a Cristo”. 

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Entre dos piedras de río se acomodan el fuego y la masa. Es 1966. Claudia Paez de Vallejo cocina para los mineros de Mina de Lina, en el departamento General Felipe Varela, provincia de La Rioja. En la cocina improvisada, hay olor a humo y grasa, de eso se acordará Roberto, su heredero culinario, décadas más tarde. Cuando la ve cocinar tiene cerca de cuatro años, ojos curiosos y ningún parecido familiar con ella que es abuela, madre y tía. No era mi madre, era madre de otros chicos pero la sazón me la dio a mí. El niño ha probado tantas veces las empanadas de carne que no duda, pasados cuarenta y tres años de verla, en descifrar los ingredientes con la memoria del paladar como único instrumento, convencido de que siempre hay cosas que están canalizadas para tal persona y que se van potencializando mientras uno va desarrollando la vida. 

Para llegar a ese presente, Roberto se irá de La Rioja con destino a la que llama la París argentina. Es 1983. A los veintiún años, viaja solo, lo recibe uno de sus ocho hermanos. Viven en un hotel y trabajan como cargadores de mudanzas. Roberto renuncia en un par de semanas. Algunos meses y laburos después, entró de mozo en un restaurante de San Telmo, donde se quedó veintidós años. En el transcurso se casó, tuvo dos hijas y su popularidad aumentó en el barrio. Roberto sonríe, saluda a la gente, bromea con la clientela. Un amigo le propone iniciar un negocio de comida en conjunto. Se funda el “El Gauchito”. Es agosto del año 2000. Venden sándwiches y empanadas, las de Claudia. Para ese periodo tiene dos trabajos porque uno solo no le alcanza. Hasta que un día de mesas vacías en el restaurante donde es mozo, se detiene a ver el televisor. Pasan al Chaqueño Palavecino, cantante de folclore argentino. Roberto que es fanático de su país, se detiene, no logra el trance con lo que ve, alguien detrás suyo cambia de canal. Roberto no gira para saber qué pasó, pero tiene una idea, intuye que le cambiaron de canal a propósito. Es el momento decisivo para él. Decide. “Soy yo, hoy o nunca”. Renuncia. Apuesta todo por El Gauchito. Es 2013. 

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Roberto es un hombre de fe. Creció en un ambiente al que describe como “una novela mexicana”, aunque es norteño y argentino. En la vida no le faltaron santos para rezar, pedir o agradecer. De padre minero y madre dedicada al cuidado del ganado, Roberto practicó el catolicismo por costumbre. Más tarde los milagros se le aparecieron. A los catorce años, vio en sueños a la Difunta Correa. La santa pagana, le dijo que a cuatrocientos metros de su casa encontraría un arbusto y arena de colores, le dijo que ahí rezara, que lo hiciera por su hermano el desahuciado, al que se llevaron a Buenos Aires en busca de remedios. Al despertar hizo caso, se adentró en el campo, encontró el arbusto, la tierra de colores y se puso a orar. Está de más decir que el hermano vive. 

Su segundo encuentro fue en el 2000, estaba por abrir el negocio de comida que no tenía nombre. Mónica, su esposa, se enfermó del páncreas. El médico pronosticó una noche en el hospital para realizarle los estudios, se quedó casi dos meses. En cada visita, Mónica estaba sin fuerza. Un día fue distinto, quiso caminar. Estuvo breves segundos de pie, antes de desvanecerse. Mónica, de ese momento, recuerda un túnel iluminado y a su padre que no la dejó avanzar. Cuando abrió los ojos, vio al Gauchito Gil sentado en la cama, el santo que un conductor de trailer le sugirió encomendarse cuando ella le contó de su enfermedad.  

“Y bueno, desde ahí le pusimos el Gauchito a “El Gauchito” y mi señora, gracias a Dios, no toma remedios ni nada", dice Roberto al narrar el recuerdo de Mónica. 

El Gauchito Gil es considerado el santo de los desahuciados y junto a la Difunta Correa, San La Muerte y Gilda, es parte de los santos populares no reconocidos por la iglesia católica. En la Argentina, El Gauchito Gil tiene más de medio millón de fieles, en los que se incluyen Roberto Ormeño y su familia. 

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Caminantes en la vereda lo saludan, al llamado contesta con una expresión distinta para cada persona. Levanta la mano con la palma abierta, guiña el ojo, se golpea el pecho dos veces con el puño derecho cerrado, luego hace la señal de paz con los dedos. Alterna en las reacciones. Si hubiera un diccionario de saludos, sería el autor. Las manos son la extremidad que complementan sus relatos, dibuja paisajes con tinta invisible.

¡Beto!, le grita alguien afuera. 

Chao hermano, responde desde el interior de “El Gauchito”. 

Adentro, un cuadro de Eva Perón, figuras de la Difunta Correa,  el Gauchito Gil, más estampas religiosas, mates de colección, banderas argentinas, plantas, botellas de vino vacías, cucharones, los retratos de Carlos Gardel y Mercedes Sosa. Adornos en las paredes o colgantes en el techo, objetos que de nombrarlos no se reconstruyen, hay que verlos en vivo. 

Atravesar el umbral de Independencia 414, es ingresar a un santuario fluctuante entre distintas épocas. A primera vista es abrumador, semejante a la primera impresión en una tienda de antigüedades. La diferencia aquí, es que los ornamentos no son puestos al azar, cada cual es una reliquia histórica elegida por Roberto, quien es consciente de la identidad que aportan. En el negocio y la vida, se convirtió en apasionado de la cultura argentina que disfruta compartir. 

Roberto o Beto, como le dicen los vecinos de la zona, sabe que las paredes de “El Gauchito” son distintas a las de otros negocios. En Capital Federal las empanadas se venden por montones, hay cadenas que trabajan doce horas al día y en sus vitrinas las empanadas no faltan. Están ahí bajo el calor artificial de las lámparas doradas esperando a los comensales, transeúntes que se detienen por gusto o por prisa a comer una. En el menú tienen humita, pollo, carne picante, jamón y queso, incluso rellenos más modernos como veggie integral, bondiola BBQ o mediterránea. Por amplio que sea el menú de las tiendas, no figura la empanada riojana, cortada a cuchillo de Beto y Julio, el socio actual que se ocupa de la cocina. Con el crecimiento de “El Gauchito”, Roberto se dedica más a la atención de comensales, está convencido de que él es parte de las fortalezas de “El Gauchito”. 

¿Alguna vez te has preocupado por la competencia?

No. A mí no me preocupa, me despreocupa la competencia. 

 ¿Por qué?

La empanada de “El Gauchito” se acompaña con mi forma de venderla. Por ahí puede haber personas que hacen la misma empanada que yo, pero no la sabe vender, no la sabe presentar. Yo digo que particularmente lo que hace la diferencia es el sabor que uno le da, ¿no? 

La suya lleva papa, carne de nalga, huevo, aceituna, ingredientes nutritivos que hacen de la empanada un platillo. Fritas o al horno, salen calentitas del fondo de la cocina a la vereda donde se comen. El pequeño santuario es imán para los turistas, pero también para personas a las que su dueño llama “importantes”:  poetas, músicos, antropólogos. Al inicio, cuando había solo una heladera, una vitrina y un letrero de “acá no se fía”, Roberto ya tenía la intuición de que era una buena decisión emprender, pero no había reparado en lo que estaba por construir, tardó en darse cuenta. 

Cuando uno es creador de una cosa a veces no sabe lo que está creando porque es uno mismo, ¿no? Por ahí yo quiero crear una cosa que sea un espacio de trabajo mío y yo me conformo con poco. A “El Gauchito” llegaba mucha gente que tocaba la guitarra, que hace poesía, gente importante ¿no? En un momento fue a comer un señor que se llama Ramón Ayala, que en sus letras refleja a la gente de campo y  entonces yo me dije: “che, este hombre contribuye a lo que es nuestro con sus canciones y yo no contribuyo en nada”. Al poco tiempo va una señora a comer empanadas y me dice “esto es argentinidad pura”, desde ese día no me paró nadie. Como que esa gente, sin saber, me convenció de que yo estaba haciendo algo que nos identificaba y desde ese día me potenció en ese sentido. Vi que lo que yo hacía agradaba a la gente, ¿no? Y digo yo: “esto es una contribución pa´ lo nuestro”. 

¿Hay responsabilidad en esa contribución?

Sí. Hoy siento mucha responsabilidad.

¿Y orgullo?

Totalmente, se complementa. Para que haya orgullo, tiene que haber responsabilidad, porque si hago una cosa que no le llega a nadie y que lo hago por una forma comercial, mirando o especulando, no me sentiría cómodo. Y la gente a veces me dice que lo siente como un templo a “El Gauchito” o que el espacio sin que yo esté, no es el mismo y ahí voy sintiendo, cómo te puedo decir, me van saliendo cosas más lindas para entregar. 

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Si Roberto Ormeño se va del oficio, volverá a La Rioja. A sus sesenta años piensa en el retiro, pero no en dejar a El Gauchito. “Mientras viva voy a hacer El Gauchito, siempre voy a llevar la bandera en alto como la llevó Maradona”. Allá en el norte, anhela crear una feria de la empanada y hasta una fuente de empleo para los paisanos. En los planes a futuro la respuesta es el Gauchito Gil, como guía espiritual y estrategia de mercado. 

¿Tienes sueños? 

Sueños, sí, tengo sueños. Hay muchos pero siempre se dice que el hombre nunca termina de construir sus sueños porque siempre se va antes porque tenemos un tiempo pero en el tiempo que estoy vivo, bueno ahora yo siento que estoy en la plenitud de crear otras cosas, siempre acompañado con lo que es la gastronomía, con la empanada que es la fundamental y con El Gauchito Gil lógicamente, ¿no? Quiero potenciar en algún lugar del territorio nacional, poner un Gauchito que sea el espacio de él. Y ojalá el día de mañana cuando dices vos “¿cómo te gustaría ser recordado?” y como dijo Perón “la mejor canción que me llevo es la de mi pueblo”,  yo digo que la mejor canción sería la de los platos,  esa es una cosa que realmente me da mucha identidad y me da mucha fuerza.

Némesis Mora